viernes, 13 de octubre de 2017

Hasta la victoria siempre, Che querido Por: Haydée Santamaría, Julio Cortázar, Raúl Roa, Roque Dalton, Eduardo Galeano, Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Lezama Lima y otros


Resumen Latinoamericano/Cubadebate, 9 de octubre 2017.
Haydée Santamaría Cuadrado
Che: ¿dónde te puedo escribir? Me dirás que a cualquier parte, a un minero boliviano, a una madre peruana, al guerrillero que está o no está pero estará. Todo esto lo sé, Che, tú mismo me lo enseñaste, y además esta carta no sería para ti. Cómo decirte que nunca había llorado tanto desde la noche en que mataron a Frank, y eso que esta vez no lo creía. Todos estaban seguros, y yo decía: no es posible, una bala no puede terminar el infinito, Fidel y tú tienen que vivir, si ustedes no viven, cómo vivir. Hace catorce años veo morir a seres tan inmensamente queridos, que hoy me siento cansada de vivir, creo que ya he vivido demasiado, el sol no lo veo tan bello, la palma, no siento placer en verla; a veces, como ahora, a pesar de gustarme tanto la vida, que por esas dos cosas vale la pena abrir los ojos cada mañana, siento deseos de tenerlos cerrados como ellos, como tú.
Cómo puede ser cierto, este continente no merece eso; con tus ojos abiertos, América Latina tenía su camino pronto. Che, lo único que pudo consolarme es haber ido, pero no fui, junto a Fidel estoy, he hecho siempre lo que él desee que yo haga. ¿Te acuerdas?, me lo prometiste en la Sierra, me dijiste: no extrañarás el café, tendremos mate. No tenías fronteras, pero me prometiste que me llamarías cuando fuera en tu Argentina, y cómo lo esperaba, sabía bien que lo cumplirías. Ya no puede ser, no pudiste, no pude. Fidel lo dijo, tiene que ser verdad, qué tristeza. No podía decir “Che”, tomaba fuerzas y decía “Ernesto Guevara”, así se lo comunicaba al pueblo, a tu pueblo. Qué tristeza tan profunda, lloraba por el pueblo, por Fidel, por ti, porque ya no puedo. Después, en la velada, este gran pueblo no sabía qué grados te pondría Fidel. Te los puso: artista. Yo pensaba que todos los grados eran pocos, chicos, y Fidel, como siempre, encontró los verdaderos: todo lo que creaste fue perfecto, pero hiciste una creación única, te hiciste a ti mismo, demostraste cómo es posible ese hombre nuevo, todos veríamos así que ese hombre nuevo es la realidad, porque existe, eres tú. Que más puedo decirte, Che. Si supiera, como tú, decir las cosas. De todas maneras, una vez me escribiste: “Veo que te has convertido en una literata con dominio de la síntesis, pero te confieso que como más me gustas es en un día de año nuevo, con todos los fusibles disparados y tirando cañonazos a la redonda. Esa imagen y la de la Sierra (hasta nuestras peleas de aquellos días me son gratas en el recuerdo) son las que llevaré de ti para uso propio”. Por eso no podré escribir nunca nada de ti y tendrás siempre ese recuerdo.
Hasta la victoria siempre, Che querido.
Haydée
[Carta de Haydée Santamaría al Che Guevara, escrita después del asesinato del Che en Bolivia.]


Yo tuve un hermano

Ernesto Che Guevara. Foto: Archivo.
Ernesto Che Guevara. Foto: Archivo.

Julio Cortázar

Carta a Roberto Fernández Retamar

París, 29 de octubre de 1967.
Roberto, Adelaida, mis muy queridos:
Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días como en una pesadilla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones. Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiempo de que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos del télex y lo que pasa con las palabras y las frases. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti. Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras, como si uno pudiera sacarse las palabras del bolsillo como monedas. No creo que pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Lisandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me importa; en todo caso tu sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te cuento también me avergüenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces. Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.

Che

Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca

pero no importaba.

Yo tuve un hermano

que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.

No nos vimos nunca

pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.
Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida. Hasta siempre,
Julio

El Nacedor

El Che padre. Foto: Cortesía del Centro de Estudios Ernesto Guevara.
El Che padre. Foto: Cortesía del Centro de Estudios Ernesto Guevara.
Eduardo Galeano

El nacedor

¿Por qué será que el Che tiene esta peligrosa costumbre de seguir naciendo? Cuanto más lo insultan, lo traicionan, más nace. Él es el más nacedor de todos.
¿No será porque el Che decía lo que pensaba, y hacía lo que decía? ¿No será que por eso sigue siendo tan extraordinario, en un mundo donde las palabras y los hechos muy rara vez se encuentran, y cuando se encuentran no se saludan, porque no se reconocen?

Primera impresión del Che

(Especial de Eduardo Galeano para el Centro de Estudios Che Guevara, a cuarenta y cinco años de la intervención de Ernesto Che Guevara ante la conferencia del Consejo Interamericano Económico Social, el 8 de agosto en 1961 en Punta del Este, Uruguay.)
Hay plantas, como el cacao, que crecen al sol, cuando hay, y si no hay crecen a la sombra. Escuché decir que no necesitan sol porque lo llevan dentro.
El Che era una de esas plantas, y por eso sigue siendo.
De la primera vez que lo vi, en Punta del Este, hace añares, recuerdo aquel esplendor. Supongo, no sé, que era luz nacida de la fe. Y que no era fe en los dioses sino en nosotros, los humanitos, y en la terrestre energía capaz de hacer que mañana no sea otro nombre de hoy.

Consternados, rabiosos

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Mario Benedetti

Consternados, rabiosos


Así estamos.

Consternados, rabiosos.
Aunque esta muerte sea uno de los absurdos previsibles.
Da vergüenza mirar los cuadros, los sillones, las alfombras.
Sacar una botella del refrigerador.
Teclear las tres letras mundiales de tu nombre en la rígida máquina que nunca, nunca, estuvo con la cinta tan pálida.
Vergüenza tener frío y arrimarse a la estufa como siempre.
Tener hambre y comer, esa cosa tan simple.
Abrir el tocadiscos y escuchar en silencio sobre todo si es un cuarteto de Mozart.
Da vergüenza el confort y el asma da vergüenza.
Cuando tu comandante, estas cayendo, ametrallado, fabuloso, nítido, eres nuestra conciencia acribillada.
Dicen que te quemaron.
Con qué fuego van a quemar las buenas, buenas nuevas.
La irascible ternura que trajiste y llevaste con tu tos, con tu barro.
Dicen que incineraron toda tu vocación, menos un dedo.
Basta para mostrarnos el camino, para acusar al monstruo y sus tizones, para apretar de nuevo los gatillos.
Así estamos, consternados, rabiosos.
Claro que con el tiempo la plomiza consternación se nos ira pasando.
La rabia quedará, se hará más limpia.
Estás muerto, estás vivo, estás cayendo, estás nube, estás lluvia, estás estrella.
Donde estés si es que estás, si estás llegando, aprovecha por fin a respirar tranquilo, a llenarte de cielo los pulmones.
Donde estés, si es que estás, si estás llegando, será una pena que no exista Dios, pero habrá otros, claro que habrá otros, dignos de recibirte comandante.

SOBRE EL CHE (octubre de 1997):


Lo han cubierto de afiches, de pancartas

De voces en los muros
De agravios retroactivos
De honores a destiempo

Lo han transformado en pieza de consumo

En memoria trivial
En ayer sin retorno
En rabia embalsamada

Han decidido usarlo como epílogo

Como última thule de la inocencia vana
Como añejo arquetipo de santo o Satanás.

Y quizás han resuelto que la única forma

De desprenderse de él
O dejarlo al garete
Es vaciarlo de lumbre
Convertirlo en héroe
De mármol o de yeso
Y por lo tanto inmóvil
Mejor como mito
Silueta o fantasma
Del pasado pisado

Sin embargo los ojos incerrables del Che

miran como si no pudieran no mirar
asombrados tal vez de que el mundo no entienda
que treinta años después sigue bregando
dulce y tenaz por la dicha del hombre.

Apóstol de la revolución comunista

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Raúl Roa

Che

La última vez que hablé con Che fue unos días antes de que emproara quijotescamente hacia otras tierras del mundo que requerían su brazo, su pensamiento y su corazón. Departimos sobre variados temas y, especialmente, en torno a su reciente viaje por África y Asia y a su comparecencia en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Cada palabra suya efundía luz ardiente y un extraordinario júbilo asomaba a sus ojos inquietos y penetrantes. Mientras sorbía con moroso deleite el humo aromático de su tabaco, manoseaba la boina negra en que resplandecía la estrella obtenida a punta de arrestos, abnegaciones y hazañas. De súbito, se puso en pie y, con un efusivo apretón de manos, me dijo, a guisa de despedida: “Mañana salgo para Oriente a cortar caña un mes.” “Eh, ¿no vienes con nosotros?” “No; esta vez no.” Y, con su aire sencillo, su andar característico y su respiración cortada, se marchó saludando a cuantos le salieron al paso en el jardín del Ministerio.
Fue esa la última vez que hablé con Che. Pero no podría sospechar que sería, asimismo, la última vez que lo viera. Supe, después, dónde estaba, y, aunque morir peleando es gaje del oficio de guerrillero, tampoco dudé de verlo retornar vivo y triunfante, como entró en La Habana al frente de su columna invasora, tras desafiar rigores, asechanzas y peligros. No solo lo creía invencible, sino, además, invulnerable, como me ocurre con Fidel. Hombre excepcionalmente dotado para las más nobles y arduas empresas, siempre pensé que sería también excepcional el destino de un revolucionario que aún tenía mucho que hacer en el mundo. Su siembra en los surcos heridos de nuestra América –entre el follaje caliente de la selva y el frío fulgor de la montaña– me sorprendió en las Naciones Unidas y me dejó anonadado. Horas tan amargas como esas he padecido pocas veces en mi vida revolucionaria. Puedo enumerarlas: las subsiguientes a la muerte de Julio Antonio Mella, de Rubén Martínez Villena, de Antonio Guiteras, de Pablo de la Torriente Brau y de Camilo Cienfuegos, combatientes de vanguardia desaparecidos a mitad de jornada. En cuanto a la prematura caída de Che, me resistí a admitirla en tanto Fidel no la confirmó en el más acongojado y enhiesto discurso que yo haya oído. Y no solo percibí entonces la magnitud de su significación para el pueblo cubano y los pueblos a que se había generosamente ofrendado, sino también me percaté de la hondura insondable del desgarramiento que entrañaba para sus familiares, amigos y compañeros.
Conocí a Che durante mi destierro en México, una noche en que fui a visitar a su compatriota Ricardo Rojo. Acababa de llegar de Guatemala, donde había ejercitado adversamente sus primeras armas revolucionarias y antiimperialistas. Aún le obsedía el recuerdo pugnaz de la batalla trunca.
Parecía y era muy joven. Su imagen se me clavó en la retina: inteligencia lúcida, palidez ascética, respiración asmática, frente protuberante, cabellera tupida, talante seco, mentón enérgico, ademán sereno, mirada inquisitiva, pensamiento afilado, palabra reposada, sensorio vibrante, risa clara y como una irradiación de sueños magnos nimbándole la figura.
Empezaba a trabajar a la sazón en el Departamento de Alergia del Instituto de Cardiología. La plática se tranzó alrededor de Argentina, Guatemala y Cuba y de sus problemas como problema de la América Latina. Ya Che había traspuesto el angosto horizonte de los “nacionalismos” criollos para transformarse en revolucionario continental. Nuestra América es la sobrepatria común y la lucha por su emancipación del dominio imperialista es una e indivisible. La vieja y nueva ruta de Bolívar, de San Martín, de Martí.
Su conocimiento de la dramática situación imperante en Cuba y de la estrategia revolucionaria planteada por Fidel Castro con su asalto al Cuartel Moncada, lo debía, en buena medida, a sus largas conversaciones en Guatemala con Ñico López, sobreviviente de la audaz acción. El heroico episodio y la indoblegable determinación de Fidel de proseguir la contienda hasta coronarla le habían cimentado las convicciones y abierto nuevas perspectivas. Su posterior encuentro con aquél decide su total y definitiva incorporación a la Revolución Cubana, y en los anales de la historia revolucionaria se inscribe un nombre tan breve como potencialmente henchido de resonancias descomunales: Che. Y en la Sierra Maestra, primer avatar de su biografía de revolucionario sin fronteras, encontraría Che su verdadero camino, el que ya había vislumbrado confusamente en sus andanzas por la América Latina. Cronista de la epopeya que le cuenta entre sus protagonistas egregios, Che nos da su medida humana y su talla guerrillera al referir las proezas de otros y vertebrar el desarrollo de la campaña a su cargo, que rivaliza, en coraje y arrojo, con las de Antonio Maceo y Máximo Gómez. Las páginas que dedicó a la invasión simultánea de su Columna y la de Camilo Cienfuegos, figuran ya, por su lenguaje directo, sobrio y expresivo, traspasado por un sutil élan poético, como modelo en el género. Su estilo inconfundible transparenta al hombre.
En el campo de la acción y de la teoría revolucionarias, el aporte de Che es sobremanera valioso por su calado y alcance: allí están, urgidos de colectarse, sus numerosos ensayos, artículos y discursos. Fue, a la par, consumado actor y teórico de la guerra de guerrillas; y, de fijo, un pensador profundo y vital que, a la luz de las peculiaridades del proceso revolucionario cubano, le insufló lozanía tonificante a la teoría marxista-leninista, aplicando sus concepciones creadoras a las múltiples y complejas tareas que se le confiaron. Entre sus méritos extraordinarios, sobresale el de haber sido uno de los arquitectos de la nueva sociedad socialista y comunista que edifica el pueblo cubano, sin darle cuartel al enemigo.

Che puede mostrarse a los intelectuales del Tercer Mundo como el arquetipo del intelectual revolucionario. Y, a todos los comunistas del mundo, como un comunista de cuerpo entero y, a la vez, como la más expresión en nuestro tiempo del internacionalista proletario. Nada humano ni revolucionario le fue ajeno. De ahí que sintiera, como propia, la causa revolucionaria de todos los pueblos y estuviese dispuesto a pelear y morir bajo sus banderas. Su carta de despedida a Fidel y su mensaje a la Tricontinental constituyen su más puro e incitante legado a los revolucionarios de todos los parajes, comprometidos a hacer su revolución como parte indisoluble de la revolución mundial. Y Che hizo, con sobrecogedora naturalidad, todo lo que predicaba, sirviéndole de epitafio sus propias palabras premonitorias, que son un acto de fe revolucionaria y una exhortación a la prosecución del combate:

Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.
Y, como dijera Fidel, hablando por todos, “millones de manos inspiradas en el ejemplo del Che se extenderán para empuñar las armas”.
No me ha sido dable ahora escribir sobre Che lo que quisiera; lo haré pronto y largo, deteniéndome en sus hechos y sus dichos, que integran la síntesis palpitante de una de las vidas más limpias y erguidas que se recuerden y, por ende, digna de imitación cotidiana. Este es solo un férvido tributo de admiración, cariño y respeto al revolucionario y al hombre, cuya presencia es llama perenne en la conciencia de los humildes y explotados de la América Latina, África y Asia. La estremecedora repercusión de su holocausto anticipa su posteridad militante. Como todos los adalides revolucionarios caídos en el cumplimiento de su deber, una vida nueva –resurrecta en símbolo actuante y dirigente– se inicia para Che, personaje legendario de la revolución ya en marcha en los tres continentes que el imperialismo saquea, sojuzga y afrenta.
Si, como sentencia el poeta, “deja quien lleva y vive el que ha vivido”, al ser físicamente aniquilado Che deja el reservorio inagotable de sus ideas, sentimientos y virtudes. Deja, en suma, su ejemplo. Y, porque solo “vive el que ha vivido”, la presencia del Che será eterna en la historia y en la vida, como primavera en constante renuevo. Codo con codo seguirá a nuestro lado, fulgiendo con destellos impares su estrella de comandante del pueblo, de apóstol de la revolución comunista, de forjador de victorias que ya se presienten, como lava que hierve en el subsuelo.

Guevara no se proponía como un héroe

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Rodolfo Walsh

Guevara

¿Por quien doblan las campanas? Doblan por nosotros. Me resulta imposible pensar en Guevara, desde esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensar en Hemingway, en Camilo, en Masetti, en Fabricio Ojeda, en toda esa maravillosa gente que era La Habana o pasaba por La Habana en el ’59 y el ’60. La nostalgia se codifica en un rosario de muertos y da un poco de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de escribir, aun sabiendo que eso también es una especie de fatalidad, aun si uno pudiera consolarse con la idea de que es una fatalidad que sirve para algo.
Lo veo a Camilo, una mañana de domingo, volando bajo en un helicóptero sobre la playa de Coney Island, asomándose muerto de risa y la muchedumbre que gozaba con él desde abajo. Lo oigo al viejo Hemingway, en el aeropuerto de Rancho Boyeros, decir esas palabras penúltimas: “Vamos a ganar, nosotros los cubanos vamos a ganar”. Y ante mi sorpresa: “I’m not a yankee, you know”.

Interminablemente veo a Masetti en las madrugadas de Prensa Latina, cuando ya se tomaba mate y se escuchaban unos tangos, pero el asunto que volvía era el de esa revolución tan necesaria, aunque hoy se presente tan dura, tan vestida con la sangre de la gente que uno ha admirado o simplemente quiso.

Nunca sabíamos en Prensa Latina cuando iba a venir el Che, simplemente caía sin anunciarse, y la única señal de su presencia en el edificio eran dos guajiritos con el glorioso uniforme de la sierra, uno se estacionaba junto al ascensor, otro ante la oficina de Masetti, metralleta al brazo. No sé exactamente por que daban la impresión de que se harían matar por Guevara, y que cuando eso ocurriera no sería fácil.
Muchos tuvieron mas suerte que yo, conversaron largamente con Guevara. Aunque no era imposible ni siquiera difícil, yo me limité a escucharlo, dos o tres veces, cuando hablaba con Masetti. Había preguntas por hacer pero no daban ganas de interrumpir o quizá las preguntas quedaban contestadas antes de que uno las hiciera. Sentía lo que él cuenta que sintió al ver por única vez a Frank País: sólo podrá precisar en este momento que sus ojos mostraban enseguida el hombre poseído por una causa y que ese hombre era un ser superior. Yo leía sus artículos en Verde Olivo, lo escuchaba por TV: parecía suficiente, porque Che Guevara era hombre sin desdoblamiento. Sus escritos hablaban con su voz, y su voz era la misma en el papel o entre dos mates en aquella oficina del Retiro Médico. Creo que los habaneros tardaron un poco en acostumbrarse a él, su humor frío y seco, tan porteño, debía caerles como un chubasco. Cuando lo entendieron, era uno de los hombres más queridos de Cuba.
De aquel humor se hacía la primera víctima. Que yo recuerde, ningún jefe de ejército, ningún general, ningún héroe se ha descrito a sí mismo huyendo en dos oportunidades. Del combate de Bueycito, donde se le trabó la ametralladora frente a un soldado enemigo que lo tiroteaba desde cerca, dice: “Mi participación en aquel combate fue escasa y nada heroica, pues los pocos tiros los enfrenté con la parte posterior del cuerpo”. Y refiriéndose a la sorpresa de Altos de Espinosa: “No hice nada más que una ‘retirada estratégica’ a toda velocidad en aquel encuentro”. Exageraba él estas cosas, cuando todos sabían lo que acaba de recordar Fidel, que lo difícil era sacarlo del lugar, donde hubiera mas peligro. Dominaba su vanidad como el asma. En esa renuncia a las últimas pasiones, estaba el germen del hombre nuevo de que hablaba.
Guevara no se proponía como un héroe: en todo caso, podía ser un héroe a la altura de todos. Pero esto, claro, no era cierto para los demás. Su altura era anonadante: resultaba más fácil a veces desistir que seguirlo, y lo mismo ocurría con Fidel y la gente de la Sierra. Esta exigencia podía ponemos en crisis, y esa crisis tiene ahora su forma definitiva, tras los episodios de Bolivia.
Dicho mas simplemente: nos cuesta a muchos eludir la vergüenza, no de estar vivos –porque no es el deseo de la muerte, es su contrario, la fuerza de la revolución–, sino de que Guevara haya muerto con tan pocos alrededor. Por supuesto, no sabíamos; oficialmente no sabíamos nada, pero algunos sospechábamos, temíamos. Fuimos lentos, ¿culpables? Inútil ya discutir la cosa, pero ese sentimiento que digo está, al menos para mí, y tal vez sea un nuevo punto de partida.
El agente de la CIA que según la agencia Reuter codeó y panceó a cien periodistas que en Vallegrande pretendían ver el cadáver, dijo una frase en inglés: ” All right, get the hell out of here”.
Esta frase con su sello, su impronta, su marca criminal, queda propuesta para la historia. Y su necesaria réplica: alguien tarde o temprano se irá al carajo de este continente. No será la memoria del Che. Que ahora está desparramado en cien ciudades entregado al camino de quienes no lo conocieron.
Buenos Aires, octubre de 1967

Credo al Che

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Roque Dalton
Combatiendo por la libertad de la América Latina ha muerto nuestro comandante Ernesto Guevara.
Ha sido la noticia que más nos ha golpeado el corazón en los últimos años, que más ha herido nuestros pensamientos; para nosotros, el comandante Guevara era la encarnación de lo más puro y lo más hermoso que existe en el seno de esa actividad grandiosa que nos impone nuestra época: la lucha por la liberación de la humanidad; la profunda lección moral y política de su vida y de su muerte forma desde ahora parte inapreciable del patrimonio revolucionario de todos los pueblos del mundo. Y así su desaparición física es un hecho irreparable para el cual no debemos escatimar lágrimas de hombres y revolucionarios; la actitud fundamental a que nos obliga su actual inmortalidad histórica es la de hacernos verdaderamente dignos de su ejemplar sacrificio.
Ser dignos de la vida y de la muerte del gran combatiente revolucionario, comandante Ernesto Guevara. Ésta es la consigna que debe unir a los revolucionarios latinoamericanos en el duro combate contra el enemigo común de la humanidad: el imperialismo norteamericano.

Credo al Che


El Che Jesucristo

fue hecho prisionero
después de concluir su sermón en la montaña
(con fondo de tableteo de ametralladoras)
por rangers bolivianos y judíos
comandados por jefes yankees-romanos.
Lo condenaron los escribas y fariseos revisionistas
cuyo portavoz fue Caifás Monje
mientras Poncio Barrientos trataba de lavarse las manos
hablando en inglés militar
sobre las espaldas del pueblo que mascaba hojas de coca
sin siquiera tener la alternativa de un Barrabás
(Judas Iscariote fue de los que desertaron de la guerrilla
y enseñaron el camino a los rangers)
Después le colocaron a Cristo Guevara
una corona de espinas y una túnica de loco
y le colgaron un rótulo del pescuezo en son de burla
INRI: Instigador Natural de la Rebelión de los Infelices
Luego lo hicieron cargar su cruz encima de su asma
y lo crucificaron con ráfagas de M-2
y le cortaron la cabeza y las manos
y quemaron todo lo demás para que la ceniza
desapareciera con el viento
En vista de lo cual no le ha quedado al Che otro camino
que el de resucitar
y quedarse a la izquierda de los hombres
exigiéndoles que apresuren el paso
por los siglos de los siglos
Amén.
“Jorge Cruz” (Roque Dalton)

El Che: una cultura de liberación

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Armando Hart Dávalos
Desde los históricos acontecimientos en Quebrada del Yuro, el comandante Che Guevara se convirtió en un mito de la justicia universal entre los hombres y de la solidaridad entre los pueblos. Lejos de extinguirse con los años, crece y crecerá más aún hacia el futuro.
Haber gozado de su entrañable amistad es un honor al que no se renuncia sin caer en la ignominia. Para cumplir cabalmente con el deber de serle fiel nos planteamos como exigencia científica y cultural descubrir las raíces sociales y económicas del paradigma que representa. Así podremos encontrar los nuevos caminos del socialismo.
Esto sólo puede comprenderse a partir de un concepto integral y universal de cultura. Ella conforma el proceder revolucionario del autor de La guerra de guerrillas. Y se trata de una cultura de liberación. Se subestima el valor de la cultura cuando se aborda como exclusiva labor intelectual ajena a las exigencias de la práctica, o se le enfoca al modo relajante y superficial que paraliza la acción y distrae todo empeño de rigor. Disminuye su alcance y riqueza si se la identifica exclusivamente con propósitos de conciliación. La de liberación no es conciliadora. Promueve la búsqueda democrática del equilibrio. Equilibrar no es conciliar. Martí señaló que la aspiración al equilibrio normaba todos los actos de su vida, y preparó y desató en las específicas condiciones de Cuba de finales del pasado siglo la guerra «necesaria, humanitaria y breve» iniciada en 1895. El concepto martiano de la guerra de independencia de Cuba tiene un basamento cultural.
En el trasfondo del quehacer de Guevara está la cultura latinoamericana que estimula y orienta hacia la acción emancipadora de nuestros pueblos, y a forjar «la República moral en América» marcada por el móvil ideológico de la utopía universal del hombre. Si a la América del Norte el pensamiento pragmático le ha impedido arribar a una idea tan abarcadora de la cultura, en la del Sur del Río Grande germinan como aspiración la integración y la síntesis universal de los valores culturales. La cúspide de este pensar está en José Martí.
Las formas de acción escogidas por el Che para la realización de este ideal son, obviamente, muy diferentes de las que debemos adoptar hoy, pero la esencia de su pensamiento tiene vigencia creciente. Su pensar y su actuar revolucionarios se movieron en dos planos interrelacionados: el de la gesta liberadora de la América Latina y el Tercer Mundo todo, y el de sus empeños como constructor de una sociedad socialista.
Emociona recordar que el entonces Senador y luego Presidente Salvador Allende se trasladó desde Santiago de Chile a la frontera con Bolivia para recoger a los últimos combatientes internacionalistas que tuvieron que salir de ese país tras la tragedia. Cualesquiera que fueran los caminos entrecruzados del futuro, las semillas del Che y del Presidente mártir estarán presentes en los sucesos de la historia de América.
La lección principal y dolorosamente adquirida en estos años se halla en que la disyuntiva no era entre caminos pacíficos o violentos. El asunto es más sutil. Allende y el Che son dos símbolos superiores de esta sutileza. El entrecruzamiento de sus concepciones de lucha es la enseñanza más importante que estos dos hombres dejaron para la historia americana. El futuro dirá cómo se produce esta articulación, y ha de ser desde luego infinitamente complejo, y adecuado a cada situación particular; pero en los dos símbolos se expresa una voluntad de transformación social en América que ésta objetivamente necesita. En las formas complejas que se presenten en la vida, el enlace de las concepciones de lucha que tuvieron el Presidente mártir y el Guerrillero Heroico revela una síntesis política a la que nuestra América no puede renunciar. Las dos imágenes muestran lo más alto del espíritu ético de la cultura política de América en la segunda mitad del siglo XX.
Apreciemos ahora el segundo plano del pensar del Che.
En la década de los 60 no se escucharon sus advertencias por quienes estaban obligados a hacerlo, no se oyeron los consejos de Fidel, expresados en su discurso ante los dramáticos sucesos de Checoslovaquia en 1968. Dijo entonces nuestro Comandante que algo había andado mal en el socialismo cuando ocurrieron aquellas cosas. El socialismo europeo se había hecho tan «real» que acabó perdiendo, en los años 80 y principios de los 90, toda realidad.
Debemos estudiar el sentido más radical de las ideas que se revelan en la Segunda Declaración de La Habana, en El socialismo y el hombre en Cuba y en el Mensaje a la Tricontinental de 1966.
Precisamente en la idea del Che acerca del papel central que desempeñan los factores éticos y morales en la historia, y en la búsqueda que emprendió con respecto a caminos eficaces hacia la sociedad socialista, están claves esenciales para entender los dramáticos procesos ocurridos en la Europa del Este y en la URSS.
La insuficiencia o limitación cultural, y especialmente ética, impidieron al «socialismo real» cohesionar a los pueblos en lo interno y combatir eficazmente en lo externo a los enemigos irreconciliables de la liberación humana.
Un gran déficit de la edad moderna, cuyo punto más elevado está en el pensamiento socialista, se encuentra en el hecho de que no reconoció en todas sus consecuencias que la vida espiritual del hombre se halla en el sistema nervioso central de las civilizaciones.
Mientras no se aborde con rigor científico el tema de la ética, y en general de la superestructura y, por tanto, de la cultura, no se hallarán las vías eficaces para marchar hacia adelante en favor de la Revolución y el Socialismo. Para alcanzar una política eficaz en defensa de los explotados hay que descifrar, en primer lugar, el tema de la moral y su papel en la lucha revolucionaria.
El comandante Ernesto Che Guevara es una señal de las mejores tradiciones éticas del siglo XX, y se proyecta con esa luz hacia la próxima centuria. Fue el primero que habló de la necesidad de forjar al hombre del siglo XXI. Hoy, cuando este siglo se aproxima, nos percatamos de que arribamos a él en medio de la más profunda crisis ética de la historia de la civilización occidental. Desde los tiempos de la caída del Imperio Romano no se observaba una situación similar.
La evolución ulterior de la historia podría conducir a mediano y largo plazo a un colapso de proporciones incalculables si no se toma conciencia y no se actúa sobre presupuestos de una política basada en una cultura ética profundamente humanista.
Mucho se ha hablado de forma retórica y superficial acerca del humanismo. Sin embargo, la civilización podría sucumbir en sus propias redes si no retoma y asume la herencia espiritual de quienes a lo largo de los siglos poseyeron sensibilidad, imaginación y talento para soñar, es decir, si no se exalta y afianza el espíritu que alentó a los grandes creadores desde Prometeo hasta Ernesto Che Guevara.
El reto de estos años finiseculares está en demostrar con una síntesis de cultura universal el valor científico de la moral y de los móviles ideales en el curso real de la historia humana. Y es precisamente esa síntesis lo que se halla en la esencia de la vida y el ejemplo del Guerrillero Heroico. Sus ideas éticas fueron tildadas de idealismo filosófico y de subjetivismo por quienes, situados en la superficie de la realidad, no acertaron a penetrar en sus esencias. No pudieron, no quisieron, no les interesó entender que, como señalaba Hegel, tan real era la monarquía francesa del siglo XVIII como la Revolución que se gestaba entonces. Tampoco pudieron comprender (ni mucho menos extraer consecuencias de ella) la afirmación martiana de que en política lo real es lo que no se ve, porque no fueron capaces de sentir con una cosmovisión universal lo que sí asumió nuestro Apóstol cuando echó su suerte con los pobres de la tierra.
No se trata para mí de escribir o narrar lo ocurrido, ello es oficio de historiadores, sino de reflexionar sobre las enseñanzas del derrumbe a partir de las esencias presentes y vivas en el Che, que son las de Fidel y la Revolución Cubana. Ésta es la lección que debemos extraer.
La Revolución Cubana triunfante en enero de 1959 significó la unidad del pensamiento materialista dialéctico y el más profundo sentido del humanismo en nuestra América. La síntesis que el Che representa nos puede conducir a conclusiones certeras en los más diversos campos de la filosofía, la cultura y la acción revolucionaria.
El comandante Guevara, al asumir los valores espirituales de nuestra América y elevarlos con su talento, heroicidad y decisión al plano más alto, se convirtió en uno de los símbolos éticos más elevados de la historia de las civilizaciones.
El Che y mi generación revolucionaria asimilaron las verdades que paso a paso fueron descubriendo los hombres y que culminaron con la exaltación de la razón y la inteligencia humana. Asimismo conservaron y desarrollaron el sentido de la lucha y la esperanza en un mundo más justo que permanecía viva en la tradición espiritual de nuestra América. De igual forma, encontraron un método de investigación y una guía para la acción liberadora en Marx, Engels y Lenin.
El Che Guevara aprendió el marxismo-leninismo de modo autodidacta y en medio del combate político y social, que es la única forma de asimilarlo radicalmente. Apoyado en su ética personal y en su apasionada solidaridad humana, expresa ante nuestros ojos la aspiración de encontrar los nexos entre ciencia y conciencia que pueden hallarse en la articulación del pensamiento revolucionario de Europa y de América y el ideal tercermundista de Ho Chi Min.

En las tradiciones latinoamericanas no se presentó el antagonismo entre la ética y los principios y métodos científicos. El Che dejó huellas imperecederas en el pensamiento político y social universal de la segunda mitad del siglo XX. En tanto pensador, exaltó la necesidad del rigor científico en el análisis de los hechos políticos, sociales, económicos e históricos. En tanto hombre de ética, destacó la necesidad de enseñar con su propio ejemplo, y forjarse a sí mismo un carácter y un temperamento para encarar con valor a sus enemigos. Por eso, en sus horas finales, cuando se vio sin ningún recurso de defensa frente a sus captores, lanzó su última orden de combate: ¡Disparen, que van a matar a un hombre!

No hay ningún reproche científico al subrayar que en las entrañas de su ejemplo se gesta el espectro victorioso de sus ideas. No ha terminado la prehistoria. Está por comenzar la historia.


Ernesto Guevara, comandante nuestro

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José Lezama Lima
Ceñido por la última prueba, piedra pelada de los comienzos para oír las inauguraciones del verbo, la muerte lo fue a buscar. Saltaba de chamusquina para árbol, de alquileida caballo hablador para hamaca donde la india, con su cántaro que coagula los sueños, lo trae y lo lleva. Hombre de todos los comienzos, de la última, del quedarse con una sola muerte, de particularizarse con la muerte, piedra sobre piedra, piedra creciendo el fuego.
Las citas con Tupac Amaru, las charreteras bolivarianas sobre la plata del Potosí, le despertaron los comienzos, la fiebre, los secretos de ir quedándose para siempre. Quiso hacer de los Andes deshabitados, la casa de los secretos. El huso del transcurso, el aceite amaneciendo, el carbunclo trocándose en la sopa mágica. Lo que se ocultaba y se dejaba ver era nada menos que el sol, rodeado de medialunas incaicas, de sirenas del séquito de Viracocha, sirenas con sus grandes guitarras. El medialunero Viracocha transformando las piedras en guerreros y los guerreros en piedras. Levantando por el sueño y las invocaciones la ciudad de las murallas y las armaduras. Nuevo Viracocha, de él se esperaban todas las saetas de la posibilidad y ahora se esperaban todas las saetas de la posibilidad y ahora se esperan todos los prodigios en la ensoñación.
Como Anfiareo, la muerte no interrumpe sus recuerdos. La aristía, la protección en el combate, la tuvo siempre a la hora de los gritos y la arreciada del cuello, pero también la areteia, el sacrificio, el afán de holocausto. El sacrificarse en la pirámide funeral, pero antes dio las pruebas terribles de su tamaño para la transfiguración. Donde quiera que hay una piedra, decía Nietzsche, hay una imagen. Y su imagen es uno de los comienzos de los prodigios, del sembradío en la piedra, es decir, el crecimiento tal como aparece en las primeras teogonías, depositando la región de la fuerza en el espacio vacío.


Una madrugada de febrero

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Carlos María Gutiérrez
Una madrugada de febrero, tiritando entre la niebla de la Sierra Maestra, que envolvía los árboles quemados por el napalm, vi por primera vez a los guerrilleros del 26 de Julio. Era la columna del Che Guevara, retirándose del combate de Pino del Agua; una tropa entera y vital, con el fuego de la lucha todavía en los ojos y envuelta en una atmósfera de sacrificio y fervor revolucionario que hacía enmudecer con el respeto de quien está presenciando el paso de la historia. Después, en el campamento de La Mesa, hablé muchos días con el Che y comprobé de dónde copiaban sus soldados adolescentes aquella pureza y aquella verdad que les nimbaba la frente.
Han pasado muchos años desde los tiros que resonaban en la niebla de Pino del Agua y desde aquel sol de la Sierra Maestra. Esta semana he visto las fotografías terribles, que encienden los corazones revolucionarios con una promesa inextinguible de odio y victoria: el cadáver vejado, la frente todavía infantil, los ojos abiertos que continuarán mirándonos. Y de ese cuerpo yacente, martirizado y expuesto a la befa de sus asesinos, se desprendía aún la serenidad imponente de la verdad. Era la verdad de la existencia entera de Guevara, pero era también una verdad mayor, a la que el Che afilió su vida y su muerte: la verdad de una lucha que va dejando estos cadáveres por el camino sólo para hacerlos vivir de otro modo. Esta muerte y su dolor, que conmueve a todos los pueblos y a todos los hombres bien nacidos, anuncian que se acaba un mundo y nace otro.
En 1958, había un son en los labios de los guerrilleros de la Sierra Maestra: «Quítate de la acera / mira que te tumbo / que aquí viene el Che Guevara / acabando con el mundo.» Muerto o vivo, el Che Guevara viene acabando con el mundo.


El Che camina al próximo siglo

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Volodia Teitelboim

Pasada la medianoche llegamos a su despacho en el Ministerio de Industrias. Saludó a su amigo Salvador Allende y a quienes lo acompañábamos con esa sonrisa leve del que no está hecho para bulliciosas exclamaciones. Porque era sutil, recatado y con cierto pudor que lo alejaba del gesto grandilocuente.

A un lado, el inhalador para combatir los ataques de asma. La Habana estaba en silencio. Él dijo que la noche era la hora mejor. Escribía un artículo y podía concentrarse pasado el alboroto del día.
Ninguna solemnidad. Ninguna frivolidad. Conversaba llanamente. Allende se había instalado en un rincón. Quería que escucháramos al Che, que dialogaba sin prisa y a ratos discutía. Discrepó de un joven admirador de la Revolución Cubana que veía el camino expedito.
Han transcurrido 30 años de su muerte y algunos más desde esa conversación nocturna. Para muchos jóvenes de nuestra América el Che continúa en la primera línea de fuego. Lo ven siempre de pie, erguido. Buscan su inspiración. Admiran en él la imagen del hombre necesario, aquel que cree en valores morales. A tal punto que, habiendo cumplido la primera fase de una gran revolución, no quiere seguir siendo ministro sino salir de nuevo al monte. Y lo hará aunque le cueste la vida.
Su lección de grandeza se hace aún más imprescindible en estos tiempos de intelectuales desencantados, insertos en el sistema y que alertan contra el peligro que personifican los “soñadores”.
En medio de tanto mito de modernidad, más allá de los “yuppies” de la tecnocracia y de la idolatría del mercado llamando a reverenciar el dinero como un fin en sí, se alzan seres humanos “profundamente humanos” como el Che. Para ellos la humanidad no está representada por una moneda, aunque toda una cúpula mundial se asiente sobre el principio de que el mundo gira alrededor del dinero. Por el contrario: piensan, comparten la vieja redundancia brechtiana de que el eje del hombre es la humanidad, que no puede ni debe renunciar a su dramática esencia, con todos sus problemas, sus necesidades, sus ansias, sus preguntas, sus sueños de justicia y dignidad, sus ganas de ser feliz.
Los tiempos son distintos y los procedimientos pueden ser diversos. Salvador Allende se enorgullecía de una dedicatoria que le escribió el Che: “Buscamos la misma meta por caminos diferentes”. La figura de ambos hoy está atravesando el puente que lleva al siglo XXI.

El poeta eres tú

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Héroe de América

Che Guevara en Face the Nation. Foto: AP
Che Guevara en Face the Nation. Foto: AP

Alejo Carpentier
Hablamos de América. Hablamos de Nuestra América. Cobramos conciencia de una realidad que, por vez primera, nada restringida, hacía de América una realidad en que debía pensarse en términos ecuménicos. América. Nuestra América. La de Martí. La del «amasijo de pueblos». Aquella que conoce «el desdén del vecino formidable que no la conoce», la de la masa que «quiere que la gobiernen bien» y gobierna ella misma, sacudiéndose el mal gobierno si ese gobierno de turno la lastima. Hablamos de América. Amamos esta América. Y esperábamos al hombre que, animado de una vasta y noble conciencia bolivariana, trabajara por esta América –por la América toda, no temiendo, para ello, acometer las empresas más difíciles y más peligrosas–. Y hubo un hombre que, en esta segunda mitad del siglo XX, hubo de acometer la tarea que tanto esperábamos –que esperaban tantos, y tantos miles y millones de desposeídos en esta América–. Ese hombre, de dimensión universal, de mente precisa, de pensamiento tan claro como la mirada, se hizo carne y habitó entre nosotros. Habitó entre nosotros, en Cuba, habitó después en algún lugar de América para nuestra América entera, pero, más aún, para una Revolución que rebasara nuestros límites geográficos para trascender a proyecciones mayores.
De ese hombre, tan querido y admirado en nuestra patria, habría de decir Fidel Castro: «No sólo lo temían viviente, pero, muerto, inspira un temor mayor… Si los imperialistas saben que un hombre puede ser eliminado físicamente, nada ni nadie puede eliminar un ejemplo semejante.»
Ejemplo indestructible y que, aun destruido en la persona, en nada habrá de menguar la lucha que se lleva adelante para la liberación de la América nuestra –la auténtica, la que verdaderamente podemos llamar “nuestra” en tiempo presente. El mito, la leyenda, la conseja, la tradición trasmitida de boca en boca, lleva, a lo ancho de las tierras, en el lomo de las cordilleras, a lo largo de los ríos, el nombre del Che. Nombre de un hombre por siempre inscrito en el gran martirologio de América, que se hizo uno con la idea misma de la Revolución– y, caído, habrá de levantar nuevas energías revolucionarias en el camino donde, según últimas páginas de su diario, el paso de sus hombres «había dejado huellas». Huellas que no se borran. Que jamás habrán de borrarse. Que quedan marcadas en el suelo del Continente entero.

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